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viernes, mayo 16, 2008

La ciudad del hombre triste

La ciudad es como ya varios lo han dicho lo que nosotros mismos hacemos de ella, por eso si un día despertamos y el corazón se nos llena de fuerza y alegría, la ciudad se torna más bella y luminosa, más amable y más vivible, más propia y más humana. Sin embargo, la ciudad del hombre triste es tan gris como su pena. No importa cuan fuerte brille el sol afuera, y caliente el cuerpo de un viejo sentado en una plaza, o anime y acompañe los juegos de niños en un parque, o incluso si llueve humedezca nuestros resecos suelos, alivie nuestro aire o nos haga refugiarnos en compañía junto al calor de alguna estuf La ciudad de quien sufre, es el fiel reflejo de su pena,de la agonía que vive diariamente. Para el doliente, la ciudad es más que el espacio en el cual vive su dolor, es el escenario implacable que lo hacer constatar día a día que su pena sigue ahí y no desaparecerá de un plumazo. Así como la ciudad no cambia violentamente, ni aparecerá un edificio en una esquina de un momento a otro, el sufriente se enfrenta cotidianamente al continuo escenario que lo rodea, nada cambia a su alrededor y menos en su interior. En la ciudad el hombre triste se siente aún más solo, las caras son todas desconocidas y ningún rostro parece amigable o capaz de apañar el tormento.
El exterior y la gente se transforman en un pequeño enemigo que es preferible no mirar, entonces el hombre triste evita ver la ciudad, es capaz de encerrarse, de bajar el rostro mientras camina con tal de no ver la insensible mirada de los otros. Los lugares que solía visitar antes de ser desgarrado por la pena, ahora son solo hitos de desconsuelo y desolación. La ciudad lo atemoriza. Teme encontrar en cada esquina, calle o casa una reminiscencia que lo regrese a la agonía y por eso mira el suelo, para no ver lo que hará que su pecho vuelva a apretarse y su estómago a revolverse. El hombre triste no ve a los niños jugando en la plaza, sólo escucha gritos y le molestan, no ve a los viejos al sol, piensa que son gente abandonada a su suerte, no ve a las mujeres embarazadas que caminan orgullosas con sus panzas por la calle, piensa que debiesen estar en casa descansando, no ve a los hombres y mujeres que caminan encarando a la ciudad con alegría, piensa que es imposible caminar con tanta gente, no ve a los jóvenes que caminan escuchando música y su paso se hace más ágil y amable al compás del ritmo, piensa que están atrasados, que no viven aún en el mundo real. Cuando se pierde el sentido de la vida, todo lo que nos rodea se vuelve fútil, inservible e invisible.

Por eso el hombre triste se esconde, rechaza el que antes fuese el escenario de su vida, la ciudad más bella se convierte en la realidad más implacable de su martirio, y es que la ciudad ignora su desgarro y sigue funcionando impávida e insensible a su agonía, no interrumpe su paso para abrazarlo y acogerlo como el quisiera, sino que continua su camino sin detenerse, al menos a compadecerlo. Y el hombre triste quisiera salir y gritarle que se detenga, patearla e insultarla, para finalmente rogarle que venga y lo abrace, que le diga que mañana brillará para él y le mostrará cada rincón de ella donde la vida y la felicidad se expresan y se abren paso. Pero la ciudad no para, esta viva pero no para, sigue en su constante movimiento, porque sabe que tarde o temprano ese hombre triste abrirá su ventana mirará la esquina y descubrirá algo que nunca antes había visto, entonces perderá el miedo y saldrá a la calle, mirará a la cara a los transeúntes y descubrirá en cada uno de ellos una razón para estar vivo. La ciudad del hombre triste es sabia y no se detendrá a compadecerlo o llorar junto a él, lo acompañará silenciosa y fielmente, lista para el día en que el pierda el miedo y vuelva a verla, tan viva, tan esperanzada, y tan cálida, como alguna vez estuvo su corazón.

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