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martes, mayo 27, 2008

Metrómana

Me encanta el metro, a pesar de su alta congestión post transantiago, no sólo me fascinan sus ventajas como medio de transporte, su rapidez, exactitud, limpieza. Me encanta el metro, porque puedo mirar a la gente y dejar que ellos me observen con libertad. Me entretiene a rabiar ver caras y desentrañar adonde van, donde trabajan, saber si están alegres o tristes.
Me gusta el metro porque casi todos los días me enamoro de un hombre distinto y hago de mi camino posterior una fantasía acerca de aquel individuo que con certeza jamás volveré a ver, fantasía que se acabará una vez que cruce el umbral del lugar a donde me dirijo. En el metro coqueteo descaradamente, total que más da, en la próxima estación se abrirán las puertas y yo desapareceré entre la gente que sube las escaleras, pero el sólo hecho de pensar que haya dentro del tren quedó alguien pensando en mi, en donde me dirigiría o a que me dedicaba, hace del viaje en metro, una aventura día a día.
Así que cada mañana y tarde me preparo para subirme al vagón, busco ubicaciones privilegiadas dependiendo de mi humor, si quiero coquetear lo mejor es ubicarse en una esquina y desde ahí lanzar esas miradas cortas, que en el momento en el que se crucen con el objetivo harán encender alarmas. Si mi intención es más analítica me gusta pararme en el centro donde está el fierro, desde ahí se puede observar en todas direcciones y descubrir que se trae cada pasajero. Si el carro va muy lleno miro haca abajo y observo los zapatos, el juego consiste es saber como será el propietario a partir de sus zapatos, es como “dime con que andas y te diré quien eres”, es una actividad bastante predecible, pero me he llevado grandes sorpresas.
Lo único que no me gusta del metro es cuando la gente habla. Allí se acaba la magia, ya no puedo imaginar más, el ruido rompe la ensoñación y se termina la fantasía, golpeada por knock out por la realidad. No saben lo triste que puede ser escuchar que el tipo guapo al que le lanzaste miradas durante 10 estaciones tiene una horrorosa voz de pito o que la mujer que imaginaste sobria e inteligente abra la boca para comentar pavadas, o peor aún escuchar los archirepetidos lugares comunes sobre los males y defectos del Transantiago, y a la gente quejándose incansablemente.
Me fascina el metro, la posibilidad de observar y ser observada, que me miren y especulen sobre mi persona. Me gusta pensar que soy un objeto de estudio, al igual que para mi lo son casi todos los pasajeros, siempre y cuando no hablen, ni huelan mal.